El mundo nos está brindado diferentes experiencias respecto de la regulación legal de actividades relacionadas con la tecnología, o que de aluna manera contemplen la utilización de soluciones tecnológicas.
En mayor o menor medida, todas las experiencias parecen coincidir en que, previo a transitar por un proceso regulatorio, cualquier actividad debe transitar por un espacio de tiempo dentro de un proceso de prueba (lo que hoy se denomina, “sandbox regulatorio”).
El término “sandbox” (o “sandboxing”, tomado de la práctica de protección informática de programas contra posibles hackers o virus) se encuentra hoy muy identificado con el ecosistema fintech y, como lo indica su nombre, hace referencia a un “cajon de arena” o un entorno de pruebas seguro y controlado. Este entorno es empleado tradicionalmente en el mundo de la tecnología como un espacio que sirve como una modalidad de testeo que permita (en este caso referido a lo estrictamente regulatorio) entender la actividad, modalidades y alcance, previo a que el legislador comience la tarea de encuadrar, definir y desarrollar el marco legal que regirá dicha actividad.
No hay una regla fija e inamovible respecto al momento en el que un proyecto tecnológico debe abandonar el “sandbox” y evolucionar a un entorno más o menos regulado. Pero un aspecto en el que la experiencia comparada parece ser pacífica es que no es recomendable apresurar los impulsos regulatorios sin comprender de manera acabada las características de esa solución tecnológica.
En las últimas semanas hemos visto la iniciativa del Poder Legislativo Nacional de pretender regular ciertos aspectos de la publicidad digital. En tal sentido se han podido leer opiniones de quienes promueven la iniciativa legislativa, argumentando que debe velarse por los derechos del público como sujetos pasivos de dicha publicidad o como receptores de las acciones de actores específicos como son los denominados “influencers”, como así también de los aspectos impositivos que puedan relacionarse con la actividad.
Este caso nos permite preguntarnos si la iniciativa legislativa no ha sido prematura dada la existencia de normas que de forma directa o indirecta influyen actualmente en la actividad. Desde la esfera constitucional encontramos el Artículo Nº 42 de la Constitución Nacional o la Ley Nº 24.240 de Defensa del Consumidor (y su reforma, la Ley Nº 26.361) que regulan la relación entre el oferente y el consumidor.
Estamos enfrente a dos consecuencias “a priori” negativas: el primero, un apresuramiento legislativo en avanzar con una legislación ante un fenómeno que por su novedad merece ser entendido con mayor profundidad, y el segundo, en ese apresuramiento caer en el error de hiperregulación de una actividad que, por su carácter netamente tecnológico, requiere un dinamismo y fluidez que la regulación excesiva puede llegar a obstaculizar.
En este contexto, tanto las empresas desarrolladoras de tecnología o que utilizan soluciones tecnológicas dentro de sus procesos productivos, como los prestadores de servicios, debemos estar atentos para poder planificar y anticipar eventuales fenómenos externos que puedan resultar eventualmente riesgosos para la planificación empresaria de nuestros clientes.